Con mucho acierto el gran historiador Eric Hobsbawn respaldó la idea de que el siglo XX empezó en 1918, con el fin de la primera Guerra Mundial, y terminó en 1989 con la caída del muro de Berlín. Y es que un siglo no empieza y termina cuando lo marca un calendario. Por eso política y culturalmente hace ya muchos años que nuestra sociedad está inmersa en el siglo XXI, compartiendo al mismo tiempo, de forma global e inmediata, gran cantidad de información que se difunde a través de las nuevas tecnologías. Desde 1989 todos somos migrantes de una nueva cultura creada por las tecnologías del conocimiento, que nos desplaza hacia un planeta altamente tecnificado, hacia la llamada Sociedad de la Información.
De esta revolución tecnológica y cultural debería derivarse utópicamente una sociedad homogénea e igualitaria, tanto en materia de difusión como de recepción de datos a través de la red. Sin embargo, el poder de transmitir información no está al alcance de todos: el factor capital ha dado lugar a una concentración vertical del producto info-comunicacional, situándolo en muy pocas manos. Las tecnologías de la globalización postindustrial han cambiado el sentido de la nueva migración: nuestra sociedad ya no se divide entre ricos y pobres, sino entre quienes pueden recibir y transmitir información y quienes han quedado desconectados del mundo. Se abre así un enfrentamiento moral en el que se cuestiona si nos encontramos ante una evolución positiva de nuestra sociedad o si, por el contrario, la Sociedad de la Información no es más que la sutil creación del entramado capitalista; un debate en el que se plantea si la desreglamentación del mercado informacional y la inexistencia de leyes que regulen el derecho al acceso y a la difusión cultural fomentan la desigualdad. Se habla del peligro de la homogeneización y de la desaparición de la identidad cultural de aquellos países que han quedado expuestos a los contenidos impuestos por las majors que controlan toda la programación. Sin embargo, de este sutil planteamiento se exime gratuitamente a los principales actores del espacio público: los gobiernos. Viéndose a sí mismos como posibles víctimas de la migración digital y del fenómeno Internet, actúan en consecuencia y también restringen en ocasiones el acceso a los nuevos servicios informacionales, audiovisuales, culturales y artísticos que ofrece la red.
Internet ha provocado que tanto la vida económica como política de nuestra sociedad empiece a emigrar hacía las inmediaciones de la red. En Internet se produce una gran cantidad de información, fiable o no, que para algunos puede resultar incontrolable y peligrosa. La imagen desbocada de Internet está provocando en los organismos gubernamentales de la mayoría de países una preocupación por la estructura estatal, viendo peligrar el control efectivo que tenían sobre las masas. Por lo tanto, esa libertad de la que supuestamente goza el usuario, que busca información, y el proveedor de contenido, que puede tratarse del mismo usuario, está siendo coartada tanto por aquellos que falsean información dentro de la red como por las instituciones estatales de algunos países, alegando que Internet es incontrolable y cuestionando el carácter desenfrenado que presenta la red. Ahora el elemento clave de manipulación que acecha al usuario se encuentra en la restricción de información y de contenidos por parte de las instituciones gubernamentales, justificando la acción como remedio a la condición incontrolable de Internet.
De esta revolución tecnológica y cultural debería derivarse utópicamente una sociedad homogénea e igualitaria, tanto en materia de difusión como de recepción de datos a través de la red. Sin embargo, el poder de transmitir información no está al alcance de todos: el factor capital ha dado lugar a una concentración vertical del producto info-comunicacional, situándolo en muy pocas manos. Las tecnologías de la globalización postindustrial han cambiado el sentido de la nueva migración: nuestra sociedad ya no se divide entre ricos y pobres, sino entre quienes pueden recibir y transmitir información y quienes han quedado desconectados del mundo. Se abre así un enfrentamiento moral en el que se cuestiona si nos encontramos ante una evolución positiva de nuestra sociedad o si, por el contrario, la Sociedad de la Información no es más que la sutil creación del entramado capitalista; un debate en el que se plantea si la desreglamentación del mercado informacional y la inexistencia de leyes que regulen el derecho al acceso y a la difusión cultural fomentan la desigualdad. Se habla del peligro de la homogeneización y de la desaparición de la identidad cultural de aquellos países que han quedado expuestos a los contenidos impuestos por las majors que controlan toda la programación. Sin embargo, de este sutil planteamiento se exime gratuitamente a los principales actores del espacio público: los gobiernos. Viéndose a sí mismos como posibles víctimas de la migración digital y del fenómeno Internet, actúan en consecuencia y también restringen en ocasiones el acceso a los nuevos servicios informacionales, audiovisuales, culturales y artísticos que ofrece la red.
Internet ha provocado que tanto la vida económica como política de nuestra sociedad empiece a emigrar hacía las inmediaciones de la red. En Internet se produce una gran cantidad de información, fiable o no, que para algunos puede resultar incontrolable y peligrosa. La imagen desbocada de Internet está provocando en los organismos gubernamentales de la mayoría de países una preocupación por la estructura estatal, viendo peligrar el control efectivo que tenían sobre las masas. Por lo tanto, esa libertad de la que supuestamente goza el usuario, que busca información, y el proveedor de contenido, que puede tratarse del mismo usuario, está siendo coartada tanto por aquellos que falsean información dentro de la red como por las instituciones estatales de algunos países, alegando que Internet es incontrolable y cuestionando el carácter desenfrenado que presenta la red. Ahora el elemento clave de manipulación que acecha al usuario se encuentra en la restricción de información y de contenidos por parte de las instituciones gubernamentales, justificando la acción como remedio a la condición incontrolable de Internet.
Abrumados por esta situación compleja, los Estados se ponen a la defensiva. Todos quieren tener Internet, pero sueñan con una red bajo control. Frente a este dilema, se despliega un arsenal de medidas represivas. Los regímenes más autoritarios legislan, vigilan y censuran. En Corea del Norte el caso Internet está zanjado: ni servidor, ni posibilidad de conexión. Arabia Saudí, no obstante, ha preferido construir un gigantesco sistema de filtración de direcciones y contenidos, dando lugar a una Intranet nacional. En el caso de China, que al parecer ya tiene 20 millones de internautas, se están formando brigadas de policías para “la guerra contra los artículos antigubernamentales y anticomunistas publicados en la red” y también se está dotando de un dispositivo legislativo sumamente represivo, en el que la cibercriminalidad puede ser castigada con la pena de muerte. Sin perder de vista a las democracias occidentales, en éstas el temor a un Internet incontrolable se traduce en repetidos intentos de instauración de un marco legislativo. Tal y como especifica Gutiérrez López “el verdadero problema que se presenta es que, parece ser que una serie de analfabetos digitales, normalmente jefes de gobierno, quieren controlar la red e imponer sus criterios de censura. El motivo principal es, según ellos, el ciberterrorismo. (...) Y si es así ¿quién nos salva a nosotros del ciberterrorismo de Estado?". Si Eric Hobsbawn levantara, asombrado, la cabeza, ¿pondría fin a esta era y daría nombre a otra en la que ni estados, ni delimitaciones, ni restricciones culturales desigualitarias tendrían ya sentido?
Como explica Lorenzo Vilches, “si la vida económica y política se traslada a la red, a través de un proceso de mercantilización de las relaciones que forman el tejido de la democracia, los gobiernos basados en la delimitación geográfica de un territorio pierden bastante de su razón de ser”. Y a todo esto puticienta se pregunta, fisgona y pedante como siempre, si estará en peligro la antigua estructura social, cultural y tradicional del estado. Porque es más que posible que el temor de los estados a perder poder e influencia sobre su territorio, como consecuencia de este profundo cambio en la dinámica social y cultural en la que estamos inmersos, sea un factor mucho más influyente en la restricción del acceso a las nuevas tecnologías, en la limitación de la libertad, de la interactividad y del derecho del usuario a poder acceder a todo tipo de información cultural, que el propio discurso globalista. Dicho queda.
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